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Creyóse allí por un momento en salvo, pero los alguaciles de don Cándido, que le habían visto, le intimaron á rendirse; el otro intentó defenderse desde el solar, pero á la postre, haciéndose cargo de su situación, saltó á la calle, y allí echóse á los pies del alcalde cuando mandó dispararle, así como á la mujer que en la casa estaba y que resultó ser su esposa, Ana de Córdoba.

Esta calma desconcertó un poco a Febrer. «¡Vive Dios! ¿No había adivinado sus intenciones?...» Le exasperaba la frialdad del herrero, y al mismo tiempo infundíale un vago agradecimiento el hecho de permanecer de espaldas a él, tranquilamente, con la confianza de que el señor de la torre era incapaz de aprovecharse de esta situación para dispararle un escopetazo traidor. Cesó de sonar el martillo.

Cualquier frase punzante de las que ella usaba a menudo, cualquier burla inoportuna en aquella circunstancia, podía dispararle, y él no sabía a dónde iba a parar cuando se disparaba. Así estaban las cosas, cuando al día siguiente de aquella conversación con Cecilia, fué a dar una vuelta por la mañana al Saloncillo, según costumbre.

Como mi padre ha vivido fuera de la realidad, se conduce siempre con desparpajo que asusta y admira; así es que, al poco rato de conversación con la duquesa, y como quiera que se hallaba bastante agitado, comenzó a dispararle versos amatorios, un tanto velados todavía, más por artificio que por timidez, declarando que no en balde la señora se llamaba doña Beatriz y que él, como el Dante, subía del infierno de Compostela al paraíso de su presencia y protección.

Apenas el negro vió sólo al Chiquito, cuando le apuntó con el arcabuz; mas se detuvo en dispararle, porque el indio le gritó en voz alta: No me mates, que soy cristiano como y no te hago daño; y para que lo conociese más claramente, le mostró una imagen de Nuestra Señora con el Niño en los brazos, la cual, el negro, dejando el arcabuz, adoró de rodillas.

Antes de concluir la comida, don Guillén se había granjeado la confianza y la simpatía de todos; y a tal extremo llegó la confianza, que don Celedonio se atrevió a dispararle a boca de jarro esta pregunta: ¿Cree usted en Dios? ¿Cree usted en la república? interrogó a su vez don Guillén, sin inmutarse. Como republicano que soy. Yo, como sacerdote que soy, soy creyente.