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Eso no hacía más que aumentar mi cariño e impulsarme a rogar a Dios para que derramara sus bendiciones sobre ella, pero no le daba mi confianza. Mientras no me abriera su corazón ella misma, no podía ni quería confesarle cuán profundamente mis ojos habían penetrado ya en él.

Vea, pues, cuán distante me mantengo en la abatida humildad de una adoración, que hasta recela que su murmurar, murmurar de preces, roce el vestido de la imagen divina...

Se veía con la imaginación vistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocas de viuda, le llevaba a la Glorieta a que jugase con las niñas, pues su timidez y debilidad no le permitían alternar con los revoltosos muchachos. ¡Cuan hermosa estaba con sus negras tocas!

Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.

Además, para que vuecencia ilustrísima vea cuán sin culpa estoy, inclusa va la que me escribió el señor duque de LermaDetúvose al llegar aquí la abadesa. Para que el padre Aliaga desconfie menos de murmuró debo enviarle copia de la carta que escribo á mi tío... Es necesario andar con pies de plomo... Hago, es verdad, traición al duque... ¡pero la Inquisición!...

Pero aquí, á la luz del sol, y en medio de todas estas gentes, no nos conoce, ni nosotros debemos conocerle. ¡, un hombre raro y triste con la mano siempre sobre el corazón! No hables más, Perla, le dijo su madre, no entiendes de estas cosas. No pienses ahora en el ministro, sino mira lo que pasa á tu alrededor y verás cuán alegre parece hoy todo el mundo.

Se echaba en cara haber sido hasta entonces una mujer sin cuidados para misma. A los diez y seis años ya era hora de que pensase en arreglarse. ¡Cuán estúpida había sido al reir de su madre siempre que la llamaba desgarbada!...

¡Cuán dominante misterio desprendían para él los sitios obscuros de la iglesia, aquellas capillas graves, aquel ábside pardo y polvoriento donde siempre reinaba una penumbra sepulcral! Los años se amontonaban allí dentro, unos sobre otros, insensiblemente, como hojas de un infolio.

¡Cuán ajeno estaba el poeta de que la estrella de sus sueños le hacía descender de un modo tan odioso en la escala zoológica!

En los días siguientes, recorrió, sin descanso, yendo y viniendo, la calle de su amada. ¡Cuán terrible desengaño el que bajó hasta él desde las verdes celosías! No hay lenguaje más cruel para el enamorado que el de esas maderas cerradas sin piedad, y que parecen rechazar o mofarse en nombre de una mujer.