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Por el momento no tenía otro que Barragán, porque don Matías, el capellán castrense que ocupaba el gabinete, se había marchado con el regimiento a Valladolid. Sobre Barragán, pues, solamente caían los desdenes y vejámenes del empleado del Tribunal de Cuentas. En la mesa le llevaba la contraria constantemente.

Entretanto habrá solo un capellan castrense, que administre los sacramentos á los fieles con la dotacion correspondiente, cuyo nombramiento convendrá recaiga en persona de respeto, y disposicion proporcionada á las necesidades que presenta una nueva poblacion, cuya doctrina y egemplo, modere la pravedad de unas familias escasas de civilidad y trato de gentes; y que, si es posible, sea de génio creador.

Cobra del Ministerio de Estado por las misiones extranjeras, que de nada sirven; del de la Guerra y del de Marina por el clero castrense; del de Instrucción pública y del de Justicia.

El ademán de uno de los chicos le pareció a la buena señora que era de besarle la mano. De esto a darlo por hecho no tardó tres segundos. Por otra parte la manía de hablar siempre de cosas del otro mundo, ¿no era también indicio de su profesión? ¡Tendría gracia que hubiera alojado en su casa a un cura apóstata! ¿Qué diría don Matías el capellán castrense? ¿Qué diría Freire?

En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el curita peludo, que también tenía sus pretensiones de ingresar no si en el clero castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras.

En su nicho está S. Martin titalar de esta parroquia castrense, de escultura moderna, á caballo en trage romano, representando la acción de dividir con la espada su manto para dárselo á un pordiosero. La figura de este es bastante regular, y la de S. Martin seria completa, si su actitud fuese mas animada, y en el corcel se imitase mas la arrogancia de un caballo de batalla.

Tiene usted que arrodillarse y besarle la mano dijo el oficial. Zalacaín no replicó. Y darle el título de Majestad. Zalacaín no hizo caso. Don Carlos no se fijó en Martín y éste se acercó al general, quien le entregó las letras firmadas. Zalacaín las examinó. Estaban bien. En aquel momento, un fraile castrense, con unos gestos de energúmeno, comenzó a arengar a las tropas.