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El rey, haciendo un saludo militar, dijo: Marqués de Benhacel, cubríos y hablad.

Los Grandes alargaban las cabezas, ansiosos de oír a Jacobo... Acababan de ver retratado, cual en un espejo, en el discurso de Benhacel, lo que debe de ser un Grande, lo que significa aquel lema de la antigua hidalguía: nobleza obliga, que no exige ciertamente que cada título de Castilla sea un genio, ni cada Grande de España un héroe, ni cada apellido ilustre un santo; porque ni el genio se hereda, ni la inteligencia se vincula, ni el heroísmo es un pergamino, ni la santidad un mayorazgo.

El secretario de la Real Estampilla, destinado a dar fe del acto, abrió entonces la gran puerta de caoba maciza y dijo, anunciando: Señor..., el marqués de Benhacel. Era este el Grande que, como más antiguo, debía de cubrirse primero; entró entonces un joven dando la mano derecha a un anciano y la izquierda al mayordomo de semana que estaba de servicio.

Benhacel calló, y en medio del homenaje más grande que pueden prestar la admiración y el respeto, el silencio, descubrióse, hincó una rodilla en tierra y besó la mano del rey; saludó después a los Grandes de uno y otro lado, y acompañado de su abuelo, fuese a colocar entre ellos. El viejo lloraba como un niño; uno le dijo: ¡Llora el almirante, y no lloró el guardia marina!...

Y en medio de ese profundo silencio que ata las lenguas y humedece los ojos, cuando lo sublime embarga el corazón y levanta el pecho con el temblor de un sollozo, volvióse Benhacel lentamente al viejo duque y añadió, mostrándolo: Aquel guardia marina niño era mi abuelo; el héroe era su padre.