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En invierno, muchas veces me he acordado del infeliz, y le veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve, esperando el tren que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del valiente que asalta una trinchera.

Silas, agitado por el temor más grande que podía asaltarlo, se precipitó hacia afuera gritando: «¡Eppie!», y corrió rápidamente hacia el espacio sin cerco, explorando las cavidades secas en que hubiera podido caer e interrogando en seguida con los ojos asustados la superficie lisa y rojiza del agua. Gotas frías de sudor le mojaron la frente. ¿Cuánto tiempo haría que había salido?

Cuando la nihilista confesó, él había prestado crédito inmediato a su confesión; pero la duda comenzaba ya a asaltarlo de nuevo. Si la joven se sacrificaba, ¿qué valor debía acordar a su confesión y a la confirmación de ésta por el Príncipe?... No obstante, él había interrogado de nuevo a uno y a otro, separadamente y juntos, y ambos se habían mantenido firmes en sus declaraciones.

Era el noble pueblo, que, indignado al no encontrar billetes para la corrida en el despacho de La Campana, ansiaba asaltarlo e incendiarlo, siendo repelido por la policía. El Nacional bajó tristemente la cabeza. ¡Reacsión y atraso! ¡Farta de sabé leé y escribí! Llegaron a la plaza. Una ruidosa ovación, un estrépito interminable de palmadas acogió la presencia de las cuadrillas en el ruedo.

Los ímpetus salvajes, las convulsiones violentas, volvieron entonces a asaltarlo; pero ¡cosa extraña! no se apoderaron inmediatamente de su alma, cuya capacidad sentimental pudo probarse y medirse por esto; que supo refrenarse y se resignó a la idea de que su esposa del corazón estaba en brazos de otro.