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Actualizado: 24 de julio de 2025
Don Germán, que había aceptado con semblante risueño por no disgustar a Elena el traslado de domicilio, se aburría mortalmente en la corte. Sólo la ópera y algunos conciertos le indemnizaban de aquellas horribles horas de paseo con los coches en fila viendo cruzar a su lado una ristra de rostros contraídos y de cuellos almidonados.
De vez en cuando tiraba los platos al fondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de los huéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan en absoluto contraria a la monotonía y placidez ortodoxa de aquellas instituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantales y moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de las primeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio que expulsarla.
Los cuellos almidonados de los hombres perdían la acorazada tersura de su planchado; se ondulaban como muros de porcelana próximos a resquebrajarse. De las orejas velludas colgaban perlas de sudor.
Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta, con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata Meneses con sus grupos de flores, las pilas de platos de charolada blancura, las botellas talladas del agua y el vino, y las copas esbeltas, casi aéreas, con su pie azul, y tan frágiles, que sobre el mantel no trazaban sombra alguna.
Ya no soplaba la brisa del Océano libre, aumentada por la velocidad de la marcha. El buque, casi inmóvil, caldeábase con la temperatura de aquel pedazo de mar encerrado entre montañas. Y todos pensaban en lo que sería este calor cuando bajasen a tierra. Los cuellos almidonados y brillantes empezaban a reblandecerse; las manos enguantadas sufrían el tormento del encierro.
Palabra del Dia
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