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Mientras D. Laureano tomaba el café, enfilando miradas incendiarias a la belleza que había descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del periódico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita. Había estado muchísimo tiempo asistiendo al café sin fijarse en ella.

Lo original del caso es que, según me dijeron, la vecinita contaba más de veintisiete años, y él no había cumplido diez y nueve aún. Eduardito, ¿pongo para usted? Muchas gracias, señor Villa... Basta... basta. Vamos, joven, ¡valor! Este aloncito nada más. Me ha dicho Fernanda que le desagrada muchísimo que usted no coma. Ya empieza la guasa, ¿eh? respondía Eduardito, mostrando síntomas de temor.

Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría... de las otras. ¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita! Abur, mujer. Quede con Dios el señor. Marchose la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a entristecerle sus ideas.

Y hay además un criado que se dedica, con gran afición, al dibujo por las tardes. Se le darán dos duros al criado para que vaya a dibujar a otro lado. Y una vecinita que pasa la vida acechando desde su ventana lo que hay y lo que no hay en mi habitación. Se la convidará ... digo, se bajarán las persianas.... Oye, Manolito, ¿te vas a pasar toda la juventud tirado en ese diván sin decir palabra?