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Era una mujer entre los cuarenta años y los cincuenta, que todavía guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flácida tenía por remate una cabecita de muñeca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurándose á recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la habían apodado «Cien kilos de poesía».

Y había gentes que se sabían de memoria el primer discurso que dijo en Cayo Hueso; y no había reunión política en que alguien no se encargara de recitarlos, como la obertura obligada de la función de que se trataba; y las palabras de él, lo que había dicho, lo que había indicado en las conversaciones particulares, el consuelo que había prodigado a los infelices, a los desvalidos, a los tristes se repetían diariamente; y no vivía uno en aquel lugar y en aquella época sin ver su imagen por donde quiera, sin oír repetir sus palabras y sus ideas por todas partes; hasta el punto de que era difícil sustraerse a la ilusión de que estaba vivo; ¡ciertamente mucho más vivo entonces que cuando real y efectivamente vivía!

No podía haber dado mayor gusto á D. Carlos, ni mayor satisfacción de amor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito ó escribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo á recitarlos en presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinaba á calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.

Estos detalles los recuerdo perfectamente, pues quedaron grabados en mi imaginación de tal suerte que pudiera recitarlos con muy poca diferencia, tal como salieron de los labios de mi amigo. M. Virieu, no se separó de mi lado hasta que amaneció: llegada esta hora, se marchó a preparar lo necesario para mi partida a Mâcón. ¡Triste de !