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Desde Orosmane, que es una imitación amanerada de Otelo, hasta Pangloss, que es una contraprueba borrosa de Panurgo, no ha hecho mover una imagen verdadera, una imagen típica de hombre. Se creería que se había impuesto la tarea de disfrazarla, de parodiarla. Sus güebros no son tales güebros, sus escitas no son escitas, sus musulmanes no son musulmanes, sus americanos no son americanos.

Son los Panurgo, los Hermanos Juan, los Rominagrobis, Picrochole, Bridoie, Janotus de Bragmardo; personajes esencialmente verdaderos, los que pasan cada día al alcance de nuestra mano, pero que sólo Rabelais ha sabido sorprender. Para encontrar un genio gemelo suyo hay que remontarse a Molière. Todo el mundo conoce a Tartufo; todo el mundo, o, poco menos, ha tenido tratos con Harpagón.

Sus marineros, tomando aquella caída por una prueba de abnegación y de intrepidez, siguieron al nuevo Curcio a los gritos de ¡viva Santiago! y saltaron en el sollado como los carneros de Panurgo.

El Magistral no pudo menos de sonreír, recordando que los carneros de Panurgo no habían sido monjas ni frailes. Pero don Robustiano repetía lo de los carneros de Panurgo, sin saber qué ganado era aquel, como no sabía otras muchas cosas. Ya queda dicho que él no leía libros: le faltaba tiempo. Don Fermín pensaba: «¿Serán indirectas las necedades de este majadero?».

Porque aquí anda un cura, señor Magistral, estoy seguro... y usted dispense... pero ya sabe usted que yo distingo entre clero y clero; si todos fueran como usted.... ¿A que mi señor don Fermín no aconseja a ningún padre que tenga cuatro hijas como cuatro soles, que las haga monjas una por una a todas, como si fueran los carneros de Panurgo?