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Las animadas descripciones de sus fiestas públicas; la tan cacareada especie de que en Madrid hace cada quisque lo que le acomoda sin que nadie se fije en él, y la plana de anuncios del periódico, según la cual se garantizaba la salud al más enclenque, y se vendían ropa, comestibles y bebidas dando al comprador dinero encima, hiciéronle pensar en la monotonía de las fiestas de su lugar; que en él no se podía tirar un pellizco á una muchacha sin que se contase el lance en todas las cocinas; que el día en que se le antojaba trincarse tres cuartillos, en lugar de la media azumbre que acostumbraba, el tabernero lo charlaba á todo el mundo; que habiendo en una ocasión añadido cuatro dedos de paño á las haldillas de su chaquetón, llevó una silba de todos sus convecinos en el portal de la iglesia, cuando iba á misa, en una palabra, que él, mayorazgo, libre y con salud, ni gastaba levita, ni bebía lo que necesitaba, ni podía echar un requiebro en paz, si no se ponía en guerra con el vecindario.
Don Silvestre se hubiera largado muy serio sin decir una palabra más; pero su amigo, agarrándole por las haldillas del chaquetón, le rogó que le escuchara. «Has hablado, Silvestre, como un libro; y guárdeme Dios de refutar lo más mínimo de tu discurso. Pero sabe que yo también reniego de la corte, y que la aborrezco con todos mis sentidos.
Palabra del Dia
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