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Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos. «Sí... quererte a ti añadió ella . No sé por qué lo dudas. ¡Ah!, no me conoces... no sabes de lo que soy capaz... déjate de tiologías... ¡El amor! Yo te enseñaré lo que es... No lo sabes, tontín... ¡la cosa más rica...!».
El ex-castrense se llamaba Quevedo y era del propio Perchel, feo como un susto, picado de viruelas, de mirada aviesa y con una cara de secuestrador, que daría espanto al infeliz que se la encontrase en mitad de un camino solitario. Bebía aguardiente aquel clérigo como si fuera agua, y su lenguaje era un ceceo con gargarismos.
Arreció la lluvia, y el absorbedero deglutaba ya una onda gruesa que hacía gargarismos y bascas al chocar con las paredes de aquel gaznate... Jacinta echó a correr hacia la casa y subió. Los nervios se le pusieron tan alborotados y el corazón tan oprimido, que sus suegros y su marido la creyeron enferma; y sufrió toda la noche la molestia indecible de oír constantemente el miiii del absorbedero.
Palabra del Dia
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