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De allí, , de allí venían aquellos lamentos que trastornaban el alma de la Delfina, produciéndole un dolor, una efusión de piedad que a nada pueden compararse. Todo lo que en ella existía de presunción materna, toda la ternura que los éxtasis de madre soñadora habían ido acumulando en su alma se hicieron fuerza activa para responder al miiiii subterráneo con otro miiii dicho a su manera.

Y el lamento era tan penetrante, tan afilado y agudo, que más que voz de un ser viviente parecía el sonido de la prima de un violín herida tenuemente en lo más alto de la escala. Sonaba de esta manera: miiii... Jacinta miraba al suelo; porque sin duda el quejido aquel venía de lo profundo de la tierra. En sus desconsoladas entrañas lo sentía ella penetrar, traspasándole como una aguja el corazón.

Llovía más, y por el absorbedero empezaba a entrar agua, chorreando dentro con un ruido de freidera que apenas permitía ya oír el ahilado miiii. No obstante, la Delfina lo oía siempre bien claro. El portero volvió hacia arriba, como quien invoca al Cielo, su cara estúpida, y dijo sonriendo: «Señorita, no se puede. Están muy hondos... pero muy hondos».

Jacinta se inclinó para oír mejor. El miiii sonaba ya tan profundo que apenas se percibía. «Sácalos» dijo la dama con voz de autoridad indiscutible. Deogracias se volvió a poner en cuatro pies, se arremangó el brazo y lo metió por aquel hueco. Jacinta no podía advertir en su rostro la expresión de incredulidad, casi de burla.

Arreció la lluvia, y el absorbedero deglutaba ya una onda gruesa que hacía gargarismos y bascas al chocar con las paredes de aquel gaznate... Jacinta echó a correr hacia la casa y subió. Los nervios se le pusieron tan alborotados y el corazón tan oprimido, que sus suegros y su marido la creyeron enferma; y sufrió toda la noche la molestia indecible de oír constantemente el miiii del absorbedero.