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El indiano sacó la petaca: la gentil heredera tomó de ella una breva, le arrancó con sus dientes etiópicos la punta y pidió por señas un fósforo. Granate se lo ofreció encendido, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de disgusto. Cuando hubo dado dos o tres chupadas, puso un gesto avinagrado y exclamó: ¡Qué cigarros tan infames! Mira, fúmatelo . Y se lo puso en la boca.

Según los anales etiópicos, allá en tiempo del Rey Salomón, hubo en Etiopía una señora llamada Makeda que no fue otra sino la misma reina de Sabá, la cual visitó al monarca de Israel, examinó y tomó el pulso a su sabiduría poniéndole mil acertijos y enigmas, y le enamoró además, hasta el punto de volver ella a su país muy ilustrada y en estado interesante.

Y menos mal que se tratara de grupos étnicos afines, oriundos de una misma raza madre, pues en este caso podría esperarse que con el transcurso de los siglos acabarían por mezclarse y confundirse, como se confundieron y mezclaron los blancos germánicos de Ataulfo y Alarico, con los blancos latinos de las provincias romanas; pero, tratándose como se trata de caucásicos y etiópicos, la mezcla es imposible, puesto que ni aun por medio del cruzamiento continuado y científico, puede lograrse la desaparición total de una de las dos razas en provecho de la otra.