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Envidia, nada más que envidia... señora dijo dirigiéndose a su ama el criado adulador: mis chicos han visto subir el nacimiento y se han emberrenchinado en que les compre muñecos. La dama, sin hacer caso, subió lentamente la escalera y Pepito la siguió en silencio, con la cabecita baja y las manitas a la espalda, sintiendo cosas que no podía comprender, como un filósofo chiquitín.
Ello es lo cierto que la concupiscencia no es tan feroz en el día como en tiempos pasados. ¿Cuánto no sorprenden aquellos penitentes solitarios, que después de crueles y largos ayunos aun no podían domar y poner freno a ciertas malas pasiones, que representaban en su lenguaje místico llamándolas el asnillo? ¿Cuánto no espanta, por ejemplo, aquel San Hilarión, que no comía más que una docena de higos secos al día, y tuvo que acortarse la ración en más de la mitad, porque se sentía muy bravo y emberrenchinado?
Durante la comida, la duquesa le soltó varias frescas y uno que otro sabroso ajo. Después de la comida, Su Ilustrísima se fué, en apariencia emberrenchinado, y quedé cara a cara con la duquesa, la cual, muy seria, me dijo: «Mi hermano, en su testamento, ha dejado unos cuartejos, poca cosa, para que con ellos, según mi arbitrio, vea yo de hacerte hombre.
Palabra del Dia
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