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Allá en Buenos Aires estudiaban el asunto con toda calma, y los peones, perdida la paciencia, echábanse al hombro el saco de ropa para huir á pie ó en ferrocarril de un lugar donde ya no entraba dinero y cada vez era más general la pobreza. El almacén había descendido á boliche y tenía un aspecto fúnebre.

Al llegar cerca de la plaza echábanse a un lado los jinetes, dejando paso libre a las bestias, y éstas, con el impulso de su carrera y la rutina de seguir a los cabestros, metíanse en «la manga», callejón formado de empalizadas que las conducía a los corrales. Los garrochistas de afición felicitábanse por el buen éxito del encierro.

Eran humildes mochileros que, al llegar a San Roque o Algeciras, echábanse a cuestas tres arrobas de tabaco y emprendían el regreso a la tierra huyendo de los caminos, buscando las sendas más peligrosas, marchando de noche y ocultándose de día, a gatas por los riscos, imitando los hábitos de las bestias feroces, lamentando ser hombres y no poder seguir el borde de los abismos con la misma seguridad que las bestias.

Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola. Rufina se abrió paso entre la gente, llegando hasta su marido, que con la cabeza baja y una expresión estúpida oía las felicitaciones de los amigos. ¿Y el chico? ¿Dónde está el chico? El pobre hombre aún bajó más su cabeza.