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Sebastiana, que había acogido las primeras palabras como si las escuchase mal, por parecerle inauditas, al oir que le recomendaban ser discreta, olvidó su asombro para afirmar vehementemente que la patrona podía estar tranquila en cuanto á la prudencia con que ella acostumbraba á cumplir los encargos. Salió de la casa, marchando á toda prisa hacia el boliche.

Pero algunos pasos más allá encontraba la piel todavía fresca puesta sobre una alambrada, y esto le hacía sonreir. Así me gusta; que haya decencia y sólo se lleven lo que sirve para matar el hambre. El dueño del boliche soñaba con alcanzar algún día la riqueza de su compatriota, poseyendo inmensos alfalfares.

La primera tertulia de la marquesa de Torrebianca terminó después de media noche, hora inusitada en aquel destierro. Solamente ciertos sábados, en que los trabajadores recibían la paga de medio mes, llegaban á horas tan avanzadas las fiestas en el boliche del Gallego.

La pobre carece de todo en este desierto, y como usted recordará, nos habló hace poco de lo qué sufre por no tener aquí perfumería de París. El ingeniero sacó de un bolsillo varios papeles para dárselos á Moreno. Es un extracto de todos los catálogos de Buenos Aires que ha podido proporcionarme el gallego del boliche. Por cierto que tardó mucho en encontrarlos.

En el país no abundaban las fiestas, y había que aprovechar las corridas de la Presa. La población del campamento parecía triplicarse. El boliche expendía en veinticuatro horas la provisión de bebidas hecha para un mes. Manos Duras saludaba á numerosos jinetes que vivían en ranchos lejanísimos y le habían ayudado algunas veces en sus negocios.

En el mismo instante sonaron varios tiros de revólver y vió cómo saltaban hechos pedazos los vidrios de las ventanas y de las dos puertas del boliche. Surgieron por estas aberturas, lo mismo que proyectiles, botellas, vasos, y hasta un cráneo de caballo. A continuación aparecieron algunos gauchos amigos de Manos Duras, que marchaban de espaldas disparando sus revólveres.

¿Por qué no ha de existir una estación aquí, en la Presa, donde vivimos cerca de mil personas? clamaba Antonio González, el dueño del boliche . En cambio, el tren se detiene en muchos sitios donde sólo hay un caballo atado á un poste para llevarse la correspondencia. Debíamos enviar una comisión á Buenos Aires.

A las pocas semanas murió de delirium tremens, por haber abierto un crédito demasiado amplio el dueño del boliche del Gallego; y como este honrado industrial creía firmemente en el santo derecho de cobrar las deudas y poseía además cierto instinto de la decoración oportuna para atraer á los parroquianos, se apropió los cuatro yacarés y la boa, adornando con ellos el techo de su tienda.

No quedaba un trabajador en esta «tierra de todos» que no tuviese un trapo patriótico en el boliche. Antonio González había conocido antes que las cancillerías de Europa las banderas que años después iban á ser consagradas por los trastornos de la gran guerra. Todas las admitía: desde la de Irlanda libre á la de la República sionista que debía establecerse en Jerusalén.

El antiguo boliche del Gallego se convertía en vasto almacén con numerosa dependencia, donde era vendido cuanto puede ser agradable y útil á los que se enriquecen cultivando la tierra, haciéndose además en él todos los negocios, incluso el de banca. El dueño había ganado millones, por otra parte, al convertir sus arenales en campos de regadío.