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Treinta y ocho figuras hizo Duque Cornejo para diversos templos de Sevilla, tales como san Pablo, san Felipe, el Salvador, san Marcos, san Pedro y san Luís, etcétera, mereciendo especial mención las estatuas de las mártires Justa y Rufina, las de san Antonio Abad, la Virgen del Rosario y el Nacimiento.

La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde Octubre hasta Mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes.

Rufina había sacado todas las capacidades domésticas de su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no tenía el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el golpe de vista, ni otras aptitudes entre morales y olfativas de aquella insigne matrona; pero en formalidad, en honesta compostura y buen parecer, ninguna chica de su edad le echaba el pie adelante.

¿Quién viene en aquella carroza que parece de la Primavera? preguntó la Rufina.

Y aunque no ame tampoco con verdadero amor a Rufina, la hermana de Justa, charla y coquetea con ella, e insensiblemente, como si resbalaran y fueran cayendo por una pendiente suavemente traidora, Paco es infiel a Justa, y Rufina se convierte en cruel y vencedora rival de su hermana.

El contraste del calorcillo y la inmovilidad que ella gozaba con los grandes fríos que habían de sufrir los héroes de sus libros, y con los largos paseos que se daban por el globo, era el mayor placer que gozaba al cabo del año doña Rufina.

Era una injusticia. «¿Para qué poner tan alta la lámparadecían algunos un tanto ofendidos. Doña Rufina se encogía de hombros. «Cosas de ese» respondía aludiendo a su marido.

Con no escaso talento de novelista y valiéndose de varios episodios graciosos que todos concurren a la acción, Paco y Rufina advierten sobrado tarde la grave ofensa que hacen a Justa y a D. Alvaro por el lazo amoroso en que, burlándolos y escarneciéndolos, ocultamente se han enredado.

No dicen mal dijo el Cojuelo ; pero, con todo eso, señora Rufina María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi camarada. Esté atenta. Y tomando el espejo en la mano, dijo: Aquí quiero enseñalles a los dos lo que a estas horas pasa en la calle Mayor de Madrid, que esto sólo un demonio lo puede hacer, y yo.

Llegó por fin; y al subir jadeante la escalera de su casa, razonaba sus esperanzas de esta manera: «No salgan ahora diciendo que es por mis maldades, pues de todo hay...» ¡Qué desengaño al ver la cara de Rufina tan triste, y al oir aquel lo mismo, papá, que sonó en sus oídos como fúnebre campanada! Acercóse de puntillas al enfermo y le examinó.