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Los había de diferentes cuartones. Hasta de San Juan, en el extremo opuesto de la isla, vendrían mozos para cortejar a Margalida. Pep, a pesar de su falso gesto de padre intratable, enrojecía y apretaba los labios con mal disimulada satisfacción, mirando de reojo a los amigos sentados junto a él. ¡Qué honor para Can Mallorquí! Nunca se había conocido un galanteo como éste.

Lo demás lo regalaba a Pep y la escopeta a su hijo, riendo del gesto del pequeño seminarista ante este presente, que llegaba algo tarde... Ya cazaría, con ella cuando fuese cura de uno de los cuartones de la isla. Volvió a sacar del bolsillo la carta de Valls, complaciéndose en leerla lentamente, como si cada vez encontrase en su texto nuevas noticias.

Los hombres de los diversos cuartones que de antiguo dividían a Ibiza distinguíanse unos de otros por la manera de llevar el sombrero y la forma de sus alas, diferencia imperceptible para el que no fuese de la tierra. El de don Jaime era idéntico al de todos los atlots de San José y se diferenciaba de los usados por los vecinos de los otros pueblos, todos con nombres de santos.

Iban a venir hasta de San Juan, al otro extremo de la isla, el pueblo de los hombres valientes, donde muchos evitaban salir de su casa apenas cerraba la noche, sabiendo que cada ribazo servía de sostén a una pistola y cada árbol de guarida a una escopeta, y todos esperaban pacientemente la satisfacción de un agravio recibido muchos años antes; la patria de las temibles «fieras de San Juan». Juntos con estos personajes vendrían otros de los demás cuartones, y muchos tendrían que caminar leguas para llegar a Can Mallorquí.