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Allí estarían ya, dejando escapar las suyas, recientemente adquiridas, el mozuelo imberbe, más cargado de vicios que de años, y el viejo disipado centelleando lascivias y torpezas por sus ojuelos lacrimosos, y mascullando obscenidades entre los pedruscos de su dentadura postiza.

Los árboles crujían, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto. Entrada la noche, calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el negro fondo del firmamento.

Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.

Todas sus impresiones estallaron en un gesto y un ademán en que se transparentaban, centelleando, la repugnancia y la conmiseración.