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Soy el hombre más desdichado del mundo añadió el cocinero. Aguantad vuestro aprieto como yo aguanto el mío; y basta de bromas y soltad, y adiós. Y escapó. Hijo Marchante dijo el cocinero mayor precipitadamente á uno de los soldados , métete con eso en la portería del señor Machuca, y guárdalo como guardarías á su majestad, mientras yo vuelvo. Muy bien, señor Francisco dijo el soldado.

No había olvidado las advertencias de su tío y de sus maestros; pero, sin agravio de ellas, bien podía suponer que cada marchante fuera un pillo, y un ladrón disfrazado cada transeúnte. ¿Traían en la frente alguna señal que demostrara lo contrario? Pues, en la duda, cara de perro a todo bicho viviente.

Adquiría por el simple placer de adquirir, y para ella no había mayor gusto que hacer una excursión de tiendas y entrar luego en la casa cargada de cosas que, aunque no estaban demás, no eran de una necesidad absoluta. Pero no se salía nunca del límite que le marcaban sus medios de fortuna, y en esto precisamente estaba su magistral arte de marchante rica.

Cuando logré conocerlo a fondo, me convencí de lo mucho que valía. Tenía entre sus variadísimos talentos el de afinarse a las condiciones del marchante, ni más ni menos que como se afina un violín a la nota que da el director de orquesta.

Dejando aquesta costa á izquierda mano, Despues de veinte y cinco dias pasados De nuestro navegar por el Oceano, De vanas esperanzas confiados, A la Gomera un dia muy temprano Llegamos, los peligros olvidados: Que pasado el peligro, olvida luego El marchante el voto, prece y ruego.

Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.