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Cuando salió el quinto toro, que era para él, se lanzó a la arena ansioso de asombrar al público con sus proezas. Así que caía un picador, tendía él la capa y se llevaba el toro al otro extremo del redondel, aturdiéndolo con una serie de capotazos, hasta que, turbada la fiera, quedábase inmóvil.
El apoderado, a cada una de sus proezas, gritaba puesto de pie, increpando a invisibles enemigos ocultos en las masas del tendido: «¡A ver quién se atreve a decir algo!... ¡El primer hombre del mundo!...» El segundo toro que había de matar Gallardo lo llevó el Nacional, por orden suya, con hábiles capotazos, hasta el pie del palco donde estaba el traje azul y la mantilla blanca.
Sus pesados capotazos eran para hundir la espada. Llamábanle ladrón; aludían a su madre con feas palabras, dudando de la legitimidad de su nacimiento; agitábanse en los tendidos de sol amenazantes garrotes; comenzaron a caer sobre la arena, con propósito de herirle, naranjas y botellas; pero él soportaba, como si fuese sordo y ciego, esta rociada de insultos y proyectiles, y seguía corriendo al toro, con la satisfacción del que cumple su deber y salva a un amigo.
Palabra del Dia
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