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Actualizado: 2 de junio de 2025
El río, crecido, iba de color de ocre. Se detuvieron en Lasao, en la posesión de un barón carlista, a hacer que su administrador firmara un documento y siguieron bordeando el Urola hasta Azpeitia. Aquí el trabajo era bastante grande y tardaron en terminarle.
A un lado extendía su corriente el río Urola, pasando bajo un puente metálico: al otro se alzaba una gran casa con soportales, de aspecto lujoso, en la que estaba el hotel para los ricos que llegaban á hacer ejercicios espirituales y no podían pernoctar en el monasterio. Aresti entró en la iglesia: una rotonda de clara luz, cubierta de mármoles de vivos colores.¡Ah, el templo risueño y bonito!
Pasaron por el pueblecito de Oiquina, constituído por unos cuantos caseríos colocados al borde del río Urola, luego por Aizarnazabal y en la venta de Iraeta, cerca del puente, se detuvieron a cenar. La noche se echó pronto encima. Cenaron Martín y Bautista y discutieron si sería mejor quedarse allí o seguir adelante, y optaron por esto último.
A la derecha, abríase el valle de Azpeitia, cruzado por el Urola, alegre también y risueño, ligando al pueblo con el Santuario como con un lazo de flores, pareciendo su alegría, sobre el tinte melancólico de todo el paisaje, un ramo de rosas sobre la tumba de un justo, una dulce sonrisa sobre el austero rostro de un trapense; el alto Izarraiz, verde en la falda como la vida en su primavera, áspero y ceniciento en la cumbre como la vejez ya desengañada, cerraba bruscamente el fondo, y en medio de todo aquello, elevada sobre la tierra, inalterable entre lo alegre y lo triste, indiferente entre lo pobre y lo rico, elevábase la estatua de san Ignacio, la imagen de la santidad, serena siempre, igual, tranquila, orando y bendiciendo.
Palabra del Dia
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