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¡Cuán célebres son los nombres de los pequeños arroyuelos del Hélada y del Asia Menor así transfigurados por los escultores y los poetas! ¡Cuando el viajero desembarca en el Helesponto, sobre las mismas playas donde Ulises y Aquiles sacaron sus embarcaciones sobre la arena; cuando apercibe el llano que en otro tiempo sostenía las murallas de Troya y ve su propia imagen reflejarse, bien en los famosos manantiales del Escamandro, ó en el agua cristalina del pequeño río Simois, donde estuvo á punto de perecer el valiente Ajax, bien pobre es su imaginación y bien rebelde su corazón si no se siente profundamente conmovido en presencia de esas aguas que el viejo Homero ha cantado! ¿Quién no se sentirá conmovido al visitar esas fuentes de Grecia, con sus hombres armoniosos de Caliroe, Mnemosina, Hipocrene, Castalia?... El agua que entonces manaba y que continúa naciendo todavía, es la que los poetas miraban con amor como si la inspiración hubiera salido del suelo al mismo tiempo que las fuentes; á esos hilillos transparentes iban á beber, pensando en la inmortalidad y queriendo leer el destino de sus obras en los rizos de la pequeña laguna y en las pequeñas ondulaciones de la cascadita.

Pero apenas pasaba, todo resurgía a su espalda, casi en los bordes de sus fúnebres velos: revivían las flores con nueva fuerza, trinaban otros pájaros, y del polvo donde habían caído los viejos, los inútiles y los débiles, volvían a levantarse, transfigurados por la juventud. Ella era el abono de la vida, la hoz que siega el prado para que resurja con mayor fuerza.

Quevedo miraba de hito en hito á doña Catalina, que de hito en hito le miraba también. Entrambos estaban transfigurados, fuera de sus condiciones ordinarias. El rostro, la mirada, la actitud de Quevedo eran terribles; no era el mismo hombre que doña Catalina conocía; hasta su lenguaje, aquel lenguaje artificial, tan usado por él, había desaparecido.