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Actualizado: 19 de junio de 2025


La llegada a Madrid del célebre cantor Tenorini puso cima a la gloria de María, por la admiración con que la encomiaba aquel coloso y por el empeño que manifestó en cantar acompañado de una voz digna de unirse a la suya.

Los delfines malcriados del océano no le habían cargado en sus filarmónicas espaldas, como hicieron los del Mediterráneo con Arión en tiempos más felices. Tenorini había llegado en la diligencia... ¡Qué horror!... ¡Y lo que es más traía un saco de noche!

Tonino Tenorini, alias el Magno, había salido no se sabe de dónde; algunos decían que había venido al mundo, como Castor y Pollux, dentro de un huevo, no de cisne, sino de ruiseñor. Su espléndida y ruidosa carrera empezó en Nápoles, donde había eclipsado enteramente al Vesubio. Después pasó a Milán y de allí sucesivamente a Florencia, San Petersburgo y Constantinopla.

Así es que mientras el pobre pescador ofrecía a sus humildes y piadosos amigos el grande y augusto espectáculo de la santa muerte del cristiano, su hija daba al público de Madrid, frenéticamente entusiasmado, el de una prima donna sin una gota de sangre italiana en las venas, y que eclipsaba ya en el ejercicio de su arte al mismo gran Tenorini.

De allí Tenorini se dignaría ir a Londres, cuyos filarmónicos tenían un terrible spleen de pura envidia, y de donde la season corría riesgo de suicidarse si la gran notabilidad no se compadecía de los males que su ausencia originaba. ¡Cosa extraña, y que dejó sorprendidos a todos los Polos y a todas las Eloísas! Este sublime artista no llegaba en las alas del genio.

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