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Actualizado: 3 de julio de 2025


La veía cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle. Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota.

Las torres blindadas estaban oxidadas, lo mismo que las cureñas; los cañones de largo alcance, pintados de rojo y hundidos en la hierba, parecían tubos de desecho. El olvido y el óxido del abandono envejecían estas piezas modernas.

Miraba a los socios que leían como a gente de sospechosa probidad; les guardaba escasas consideraciones. No siempre que se le llamaba acudía, y solía negarse a mudar las plumas oxidadas. Alrededor de la mesa cabían doce personas. Pocas veces había tantos lectores, a no ser a la hora del correo. La mayor parte de los socios amantes del saber no leían más que noticias.

Estaba construida con botes viejos de conservas, que reemplazaban a los ladrillos; el techo era de latas de petróleo enrojecidas y oxidadas por la lluvia. Unos tablones carcomidos empotrados en la pared exterior servían de bancos. El «Ventorro de las Latas» era el punto de reunión de los dañadores antes de emprender la marcha. Comenzó a cerrar la noche.

Palabra del Dia

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