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Pasé la noche en la ventana. Orión descendía hacia el ocaso, y el Carro iba ocultando sus estrellas en las profundidades de luctuosa nube que subía lenta y creciente en los húmedos valles de Pluviosilla. Permanecí largo rato con el rostro entre las manos. El sueño entornaba mis párpados, e iba yo a recogerme, cuando grave y majestuosa sonó la campana mayor del templo parroquial.

Chisco y Pito Salces ayudaban a desmontar a los que no traían espolique, que eran los más, y se apoderaban de sus caballos; Neluco y don Pedro Nolasco les salían al encuentro en la escalera y me los presentaban a después a la puerta de la salona, desde donde los conducía a mi gabinete, que había vuelto a ser, por aquel día, estrado o sala de honor, y en cuya mesa de centro había un agasajo de vinos generosos y bizcochos de soletilla, con el cual los brindaba tan pronto como concluían las salutaciones y cortesías de rúbrica, sin perjuicio de que llegaran luego Mari Pepa o su hija, muy vestidas y aderezadas ya de día de fiesta, aunque luctuosa, a ofrecerles algo de mayor sustancia, por si estaban en ayunas, como leche, caldo o chocolate... o magras de jamón con huevos estrellados; pero todos optaban por la copeja de vino con bizcochos, «reservándose para después...». «Después» era la comida del mediodía, terminados los funerales.

Estos objetos se encaramaban unos sobre otros, cual si se disputasen, pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro del mausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobra una lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con la mano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir que era varón.

Llegó la tarde, fría, brumosa y tétrica; subió el vecindario en masa, pedregal arriba, detrás del Cura con ornamentos negros, precedido del estandarte de las «Ánimas» y de un crucifijo grande; resonaron en el estragal, entonadas por voces bien avenidas con la sonora de don Sabas, lamentaciones terribles del santo Job, el mayor poeta fúnebre de que hay noticia en la tierra; bajóse el féretro entre nuevos llantos y gemidos; y andando, andando con él hacia el pueblo la luctuosa procesión el camino que había andado poco antes hacia arriba, llegamos al campo santo después de una detención breve a la puerta de la iglesia, para que el hijo fiel y sumiso recibiera de su Madre cariñosa la bendición de despedida.