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Apenas llegaba galopando por las vastas dehesas a la vista de la torada en que vivía esta joya, bastábale un grito para llamar su atención. «¡Lobito!...» Y Lobito, abandonando a sus compañeros, venía al encuentro del marqués, mojando con su hocico bondadoso las botas del jinete, y eso que era un animal de gran poder y le tenían miedo los demás de la torada.
Desmontábase el ganadero, y sacando de las alforjas un pedazo de chocolate, se lo daba a Lobito, que movía agradecido el testuz, armado de unos cuernos descomunales. Con un brazo apoyado en el cuello del cabestro, avanzaba el marqués, metiéndose tranquilamente en el grupo de toros, que se agitaban inquietos y feroces por la presencia del hombre. No había cuidado.
Los hay que valen más que una persona. Y hablaba de Lobito, un toro viejo, un cabestro, asegurando que no lo vendería aunque le diesen por él Sevilla entera con su Giralda.
Lobito marchaba como un perro, cubriendo al amo con su cuerpo, y miraba a todas partes, queriendo imponer respeto a los compañeros con sus ojos inflamados. Si alguno, más audaz, se acercaba a olisquear al marqués, encontrábase con los amenazantes cuernos del cabestro. Si varios se unían con pesada torpeza, impidiéndoles el paso, Lobito metía entre ellos el armado testuz, abriéndose calle.
Palabra del Dia
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