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Mientras estaba lavándose, desnudo de la cintura arriba, don Fermín se acordaba de sus proezas en el juego de bolos, allá en la aldea, cuando aprovechaba vacaciones del seminario para ser medio salvaje corriendo por breñas y vericuetos; el mozo fuerte y velludo que tenía enfrente, en el espejo, le parecía un otro yo que se había perdido, que había quedado en los montes, desnudo, cubierto de pelo como el rey de Babilonia, pero libre, feliz.... Le asustaba tal espectáculo, le llevaba muy lejos de sus pensamientos de ahora, y se apresuró a vestirse.

Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió la vuelta de su casa. Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella. ¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona? le preguntó, dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.

Al día siguiente de recibir la carta, muy temprano, el Magistral salió de casa, fue al Paseo Grande, buscó un lugar retirado en los jardines que lo rodean; y sin más compañía que los pájaros locos de alegría, y las flores que hacían su tocado lavándose con rocío, volvió a leer aquellos pliegos en que Ana le mandaba el corazón desleído en retórica mística.

Si helaba, levantábase de madrugada y dejaba atónitos a los de casa saliendo al corredor en mangas de camisa, lavándose todo el cuerpo con el agua que se hacía sacar de las pilas de mármol, después de roto el hielo.