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Prudencia se encargó de retenerles en la Furriela y de no dejarles pasar. Inspiraba cuidado Isabelita por el temor de que la fuerte impresión recibida le produjese un trastorno espasmódico más grave que los anteriores. Entre tanto, la señora de García Grande, más obsequiosa y servicial con los amigos en las ocasiones críticas, se desvivía por ser útil. «Yo misma iré en busca del médico.

Algunos ratitos le acompañaba; pero pronto se dirigían ella y su colega al aposento más lejano, que era la Furriela. Nunca explicó claramente la marquesa a su amiga cómo había sido aquel feliz arreglo de la famosa apretura del día 14; pero ello debió de ser un préstamo a cortísimo plazo, por lo que se verá más adelante.

Ya sabes que esa señora derrochó dos fortunas en comistrajos... Di una cosa: ayer pusiste para almorzar merluza frita. Es que creí que el médico te mandaría tomarla. Por eso se trajo. Después resultó que no. Oye una cosa... ¿Dónde está ahora Cándida? Está en la Furriela. No temas que te oiga. ¿Por qué no haces, con buen modo, que se vaya a comer a su casa? No me gustan convidados perpetuos.

En lo relativo a interés, lo mismo le daba dos, que cuatro, que seis. «Esto es material, hija, y mientras más provecho para usted, mayor será mi satisfacción». Dudó Rosalía un ratito; pero al fin todo fue arreglado a gusto de entrambas, y aquella misma tarde se extendió y firmó el contrato en la Furriela, con todas las precauciones necesarias para que Isabelita, que andaba husmeando por allí, no se enterase de nada.

El comedor-alcoba fue Salón de columnas; la alcoba-guardarropa recibió por mote el Camón, de una estancia de Palacio que sirve de sala de guardias, y a la pieza interior donde se planchaba, se la llamó la Furriela. Para ir a su oficina, D. Francisco no tenía que salir a la calle.