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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Cuando llegó a convencerse de que no podía ser feliz, todo le pareció imposible, todo mentira. El amor resumía todas sus ambiciones antes cifradas en la perfección religiosa, y precisamente cuando su conciencia rechazaba con más vigor lo que antes adoró, fue cuando las circunstancias le obligaron a adoptar una resolución que fijara definitivamente el sentido y la norma de su vida.
En consulta al Rey hecha en 1637 sobre los vestidos de merced que se daban a ciertos servidores de palacio, después de proponer que se fijara el coste de los trajes del destilador, del tío que guardaba los lebreles, de los músicos, de los barberos y ¡de Diego Velázquez! se nombra a varios bufones u hombres de placer: allí figuran, además de un Pablo de Valladolid a quien luego se ha llamado Pablillos y que no tiene aspecto de bufón, otros que seguramente lo eran: Calabacillas, Soplillo, don Juan de Austria, Cristóbal el ciego, el enano inglés don Antonio, a quien se pagaba un ayo, y Nicolás Panela y Bautista el del ajedrez que debían de ser muy destrozones y perdidos, pues al proponer que se les diera vestido se indica la conveniencia de obligarles a que se lo pongan para que no anden como ahora, lo cual da a entender que eran unos grandísimos puercos.
Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido. Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos.
Palabra del Dia
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