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En la cabaña, donde alguien velaba, ardían unas luces; Edmundo no se acostó aquella noche ni León tampoco; éste bebió a discreción y relató gustosamente su aventura de un modo invariable, terminándola con la calificación característica del recién nacido; esto parecía ponerle a salvo de cualquier acusación injusta de sensibilidad, y León no era hombre de debilidades... Después que todos se hubieron acostado, llegose hasta el río, silbando con aire indiferente.
Rostand le recibe, y sus grandes ojos, pensativos y dulces, reflejan melancolía profunda. No puede usted ver á Edmundo dice; Edmundo está enfermo. El insigne comediante explica su deseo, ruega, se exalta, llega á la cólera, y al fin, consigue su propósito. Rostand se muestra abatido, y le estrecha las manos fríamente. Mi obra, en efecto declara, está terminada. Puse en ella toda mi alma.
Remontó después la cañada, y pasó por delante de la cabaña silbando aún con significativo descuido. Sentose junto a un enorme palo campeche y volvió sobre sus pasos y otra vez pasó por la cabaña. Al llegar allí, encendió pausadamente su pipa, y en un momento de franca resolución llamó a la puerta. Edmundo la abrió. ¿Cómo va? dijo León, mirando por encima de Edmundo, hacia la caja de velas.
Palabra del Dia
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