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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo en la faja, y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo á sus venganzas de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran la vanguardia ruidosa de todas las huelgas, comprometiendo á los hombres con sus audacias, haciéndolos ir más allá de lo que se proponían.
Quedóse al fin, llegó su madre, y entre las dos juntas me pusieron para pelar, por «lo olvidadas que las tenía». Alegué por excusa de mi apartamiento ocupaciones apremiantes dentro de casa, después de un suceso tan grave como el ocurrido en ella... Nada me valió el recurso ante aquellos dos diablejos que todo lo metían a barato. Acudió el viejo Marmitón a la algazara.
Entonces fue cuando me puse a mirar, con verdadera y reposada atención, el consabido cuadro «desde lejos». Como «obra de arte», me parecía bellísimo; como realidad, no tanto; pero había que tener en cuenta la luz y los «adherentes» que me deslumbraban algo en mi observatorio, y la incesante y maléfica labor de los diablejos empeñados en que yo no saliera de Madrid y volviera a las andadas.
Grave y solemne la de la Parroquia; gritonas y disonantes las del Cristo; destemplada la de San Antonio, muy compasada y majestuosa la del convento franciscano. Otra vez la bulla, el vocerío, el cerrar de libros y el estrépito de gavetas. ¡Voy a ver a esos diablejos! dijo contrariado el anciano. ¿Me aguardas o te vas? Mira: ven una noche; de noche estoy aquí, no salgo nunca.
Y siéndolo, ¿habría nacido la misma idea entre los dos primos, a fuerza de cartearse y de cambiarse los retratos... o por obra de ciertos diablejos desocupados que se divierten trayendo y llevando por los aires e ingiriendo en este oído y en el otro el rumor de las confidencias más secretas, y hasta el polvillo de los pensamientos mejor guardados?
Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados.
Me daba minuciosa cuenta del estado de las cosas de allá que podían interesarme; me consultaba dudas o me apuntaba ideas sobre los encargos que le tenía hechos, o me esbozaba otros planes que siempre me parecían bien. Así me defendía de las malas tentaciones con que me asediaban los diablejos de mi vida pasada, en cuyas garras había vuelto a caer.
Aquel acólito del culto de Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los pilluelos de la plaza, enjambre de diablejos que pasaban horas enteras ante la relamida figurilla llamándole ¡churriquio! con irritante tono de mofa, hasta que algún dependiente les amenazaba con la vara de medir.
Palabra del Dia
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