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Actualizado: 22 de octubre de 2025


Toda la atención de la plaza estaba concentrada sobre el Cigarrero, apesar de que mataban también el Gordo y Lagartijo, que comenzaba entonces a ser el niño mimado del público.

Miguel fue a colocarse entre barreras al lado de el Cigarrero que dirigía la lidia, sin tomar parte en ella.

Inútilmente el Cigarrero brincaba con heroísmo delante de los cuernos, metiéndole el trapo por los ojos; inútilmente Lagartijo y el Gordo le echaban también los capotes, exponiéndose a morir; el toro, como si tuviese algún agravio del infortunado Baldomero, no atendía a nada, y lo recogió otra vez y otra vez lo tiró al aire.

Todos saludaron a nuestro joven, muy circunspectos, sobre todo los toreros, que son los que mejor conservan, en el trato, la gravedad serena y afable peculiar del pueblo español, tan distante del orgullo británico como de la extremada urbanidad de los franceses. El Cigarrero era un hombre ya entrado en días, con el cabello casi blanco, pequeño, fornido, soportando sus años con mucha gallardía.

Entonces el público se volvió al Cigarrero, que ya había cogido los trastos, y le gritó: ¡No lo mates, no lo mates! ¡Que lo mate ese asesino! El Cigarrero encogió los hombros y se dispuso a ir en busca de la res. En aquel instante un torero que llegaba corriendo le dijo algo al oído, y el espada se puso terriblemente pálido. El público comprendió que había malas noticias del Serranito.

Palabra del Dia

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