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Y allí, al lado de Chile, entraríamos ahora al Palacio de los Niños, donde juegan los chiquitines al caballito y al columpio, y ven hacer barcos de cristal de Venecia, y las muñecas que hace el japonés, envolviendo con el palitroque alrededor de una varita las pastas blandas de colores diferentes: y hace un daimio con su sable, y un Mikado de ahora, con su levita a la francesa: ¡oh, el teatro! ¡oh, el hombre que está haciendo los confites! ¡oh, el perro que sabe multiplicar! ¡oh, el gimnasta que anda a caballo en una rueda! ¡y el palacio es de juguetes todo por afuera, desde el quicio hasta los banderines del techo!

Delante van y vienen los sacerdotes, con sus manteos de tisú precioso, o de seda verde y azul, y el bonete de tejido de oro, uno con la flor del loto, que es la flor de su dios, por lo hermosa y lo pura, y otro cargándole el manteo al de la flor, y otros cantando: detrás van los encapuchados, que son sacerdotes menores, con músicas y banderines, coreando la oración: en el altar, con sus mitras brillantes, ven la fiesta los dioses sentados.

No parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con letras de realce iban bordados los números de las compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A algunos, se les saltaban las lágrimas.