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Actualizado: 1 de mayo de 2025


En uno de los pasos campea en primer término un escribano con sus correspondientes anteojos y su indispensable legajo, recordando en las prendas de su traje todas las épocas conocidas, haciendo sus gregüescos acuchillados dar una galopada de más de dos siglos, hasta llegar á su abotonado chaleco.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó á la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte á treinta años, con patillas á la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

Su complicado y elegantísimo vestido, que era el del país, se componia de una camisa de muselina muy blanca, sin cuello, graciosamente plegada en el pecho, con anchas mangas abombadas hasta la mitad de los brazos; un corpino de seda violeta con ribetes azules, abotonado por delante y muy avanzado hácia abajo, llegando solo hasta la altura de la mitad del pecho y la espalda, y sujeto con unas cadenas de plata en forma de calzonarias; estas se desprendian de los hombros, por dos piezas de seda azul que los cubrian, y caian pendientes hasta abajo de la cintura, sobre enaguas muy plegadas y nada ampulosas, de una especie de muselina de color de castaña, que salian debajo del corpiño.

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