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Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita. Yo creí deber atajar la conversación. ¿Es usted la señora Adela? la dije. , señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente. Necesito hablar con usted a solas. ¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos. Y se puso en marcha. Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre , una mirada llena de ansiedad.

La miré frente a frente, y ella me miró durante algunos segundos con una curiosidad infantil. Encienda usted, caballero, me dijo, levantando su farol y abriéndole. Encendí mi cigarro. Luego volví a mirar a la traperita que cerró el farol y se puso a rebuscar de nuevo con su gancho. Yo, no por qué, permanecía inmóvil junto a ella. ¿Cuánto ganas buscando trapos? la dije.

La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla. La historia de una vida de sufrimiento. La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras: «Sufro y esperoEstas dos palabras son la historia del género humano. Sufrir y esperar. ¿Qué sufría aquella niña? La pobreza con todas sus consecuencias, acaso. ¿Qué esperaba?

Aquel calificativo antepuesto a un nombre hasta cierto punto aristocrático, causó en un efecto inesplicable. ¿Quién es la señora Adela? la pregunté. Es una mujer que me ha criado. Y al pronunciar estas palabras, creí notar en su entonación algo de doloroso, algo de impaciente, algo que revelaba que no era la señora Adela lo mejor del mundo para la traperita.