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Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea este fragmento: Más que Rey, Cid de los montes fué por su arrojo tremendo, por fortunado en la lidia, por generoso y mañero; Roldan de tez africana, desafiador de mil riesgos, no le rindieron bravuras, sino a dides le rindieron. Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.

-Ya, ya caigo -respondió don Quijote- en ello: quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero que tomarás lo que yo te dijere, y pasarás por lo que te enseñare. -Apostaré yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme por oírme decir otras docientas patochadas. -Podrá ser -replicó don Quijote-. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?

-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino. -Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.

Lorenzo siguió el consejo, pero notó que cada vez que le pegaba el tostado hacía un movimiento de encogimiento, que él consideraba como la amenaza de violencias alarmantes y en vez de acentuar disminuía la intensidad de sus rebencazos, hasta reemplazarlos por amables golpes de talón. ¡Péguele sin miedo, señor; si es de mañero! le decía Baldomero. Es que no anda...