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El inglés, grave y tieso, vino a sentarse sobre las rodillas de Concha la Carbonera, que le recibió a pellizcos, desternillándose de risa. Mi dar a ti un beso antropófago, ¿no quieres? ¿Un beso como en tu tierra? Más allá. Bueno, venga respondió la pobre, sin imaginar lo que pedía. El inglés se inclinó y le dio un mordisco feroz en el carrillo. La chica lanzó un grito penetrante.

La cerveza, el vino... ¡envenenados! y llevándose ambas manos al vientre echó á correr, traspuso la puerta y desapareció en la obscuridad, dejando á Simón, Tristán y demás bebedores desternillándose de risa. Poco después se retiraron á sus casas algunos de éstos y á sus no muy blandos lechos los huéspedes de la tía Rojana.

Ricardo, con sus instintos de clown, procuraba hinchar los carrillos y ponerse aún más colorado. Se le había disipado por completo el mal humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho: ambos permanecían inclinados y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del suelo, la una desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación cómica.

¡Bravo! ¡Bravo! gritaron el sastre, el periodista y el mercero, desternillándose de risa. Belarmino comenzó a exaltarse, ignorante ya de quienes le rodeaban. Nosotros estamos suscritos en este cuadrado. Por una cuota de dos pesetas mensuales comentó el mercero. Somos círculos que estamos suscritos en un cuadrado. ¡Ah! Inscritos aclaró el periodista.