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Será una transformación literaria comparable tan sólo al advenimiento del romanticismo. Los veraneantes afluirán en masa a la nueva playa de moda, y San Sebastián desaparecerá del mundo como centro de placeres. Yo he llegado a San Sebastián hace varios días. Mi querido Fernández Flórez estaba todavía aquí.

Pocas veces se había visto una pasión más viva, más frenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguía siendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda.

La afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de tarde en tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro que el buen Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de confesión.» Y así era efectivamente.

El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes, todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas. Era el Casino.

Declaraba inhabitable la población, por las familias de españoles ricos que veraneaban en ella: «Son boches en su mayoría. Yo me paso la existencia peleando. Acabaré por vivir solaLuego encontró á su madre: abrazos y lágrimas. Después vió á su tía Elena en un salón del hotel, entusiasmada con el país y sus veraneantes. Podía hablar largamente con muchos de ellos sobre la decadencia de Francia.