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Actualizado: 27 de junio de 2025
Tchernoff se apiadaba de los grandes dolores provocados por la catástrofe, de los miles y miles de tragedias domésticas que se estaban desarrollando en aquel momento. Nada había cambiado aparentemente. En el centro de la ciudad y en torno de las estaciones se desarrollaba un movimiento extraordinario, pero el resto de la inmensa urbe no delataba el gran trastorno de su existencia.
Tchernoff se acordó de sus vecinos, de aquella pareja que ocupaba el otro departamento interior detrás del estudio. Ya no sonaba el piano de ella. El ruso había percibido rumor de disputas, choque de puertas cerradas con violencia y los pasos del hombre, que se iba en plena noche, huyendo de los llantos femeniles.
Como un nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto de vino barato y emanaciones de ropas trasudadas; Argensola lo percibía á través de la puerta de servicio: «El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera interior para hablar con su vecino. Este defendió por mucho tiempo el acceso á su vivienda.
Cuando hayan desaparecido los que les envenenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando la desgracia haya refrescado su imaginación y se conformen con ser un grupo humano ni superior ni inferior á los otros, formarán un pueblo tolerante, útil... y quién sabe si hasta simpático. No había en la hora presente, para Tchernoff, pueblo más peligroso.
Su religión ama la sangre y mantiene las castas; su verdadero culto es el de Odín, sólo que ahora el dios de la matanza ha cambiado de nombre, y se llama el Estado. Se detuvo un instante Tchernoff, tal vez para apreciar mejor la extrañeza de sus acompañantes, y dijo luego con simplicidad: Yo soy cristiano. Argensola, que conocía las ideas y la historia del ruso, hizo un movimiento de asombro.
Palabra del Dia
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