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Actualizado: 6 de julio de 2025
¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo? Sí repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja: El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?... ¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto! ¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Dejemos por un rato en reposo al muerto, y mientras el sepulturero abre la zanja fumemos un cigarrillo, charlando sobre el gobierno y la política de aquellos tiempos, mismo del cementerio. Los difuntos se enterraban en un corralón o campo santo que tenía cada hospital, o en las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la salubridad pública.
Aquel célebre clamoreo evoca en los corazones recuerdos de aquéllos sobre cuyos corruptos cuerpos ha resonado muchas veces el azadón del sepulturero. Aquella campana, recalentada por los incesantes golpes del badajo, parece que se agita por la fiebre, y que a cada paso ha de romperse torturada por tanto martilleo.
La voz sonó un poco burlona. ¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos. Es cierto; pensó el sepulturero acabarían conmigo. Pero el otro no se había rendido.
Sondeaba ahora el corazón del pobre ministro como un minero cava la tierra en busca de oro; ó un sepulturero una fosa en busca de una joya enterrada con un cadáver, para encontrar al fin solamente huesos y corrupción. ¡Ojalá que, para beneficio de su alma, hubiera sido esto lo que Chillingworth buscaba!
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza? El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido dióme no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces. La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor.
Palabra del Dia
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