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Actualizado: 13 de mayo de 2025
Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquellos eran buenos tiempos! Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis.
Huberto Martholl estaba a su lado, aquel Huberto que ella «prefiere, porque baila admirablemente el boston,» pensaba siempre Juan, acosado por la frase oída. Aislándose de sus vecinos, para absorberse en sus tristes pensamientos, que le demacraban el semblante y le endurecían la mirada, seguía con ojos insistentes los menores gestos de Huberto y de María Teresa.
No sé si el señor Torres habría hecho las mismas observaciones que yo. Presumo que sí, porque no era tonto, y se necesitaba serlo para no advertir las insistentes miradas del joven.
Algunas noches, por favor especial de su amiga y ruegos insistentes de Lucía Moreno, hallaban ocasión de conversar, después del primer acto, durante todo el resto de la función, en la confitería de la cazuela. Entonces se quedaban casi completamente solos. Los mozos, junto al mostrador, contaban dinero y hablaban en voz alta.
Palabra del Dia
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