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Pero le quedó al libro el encanto de lo vedado, el aroma excitante de lo prohibido, y una tarde volvió a entrar en el cuarto de Tirso para hojearlo. La madre estaba en la cocina y el padre postrado en su sillón. Llamaron a la puerta, ella no oyó nada, abrió doña Manuela a Pepe y, al cruzar éste el pasillo, sorprendió a su hermana leyendo.
Miguel le sorprendió con él entre las manos mirándole atentamente: el capellán quedó algo confuso: «Barájoles, acabo de encontrar este libraco en el baúl de Adolfito Medina... ¡Con estas cosas se entretiene ese cerdo!» Miguel tomó el libro y comenzó a hojearlo, sin que el cura se lo impidiese; antes echaba miradas intensas y escrutadoras cada vez que daba vuelta a la página y aparecía una nueva figura, que era por lo general la de una mujer desnuda o medio desnuda; pero nunca dejaba de hacer algún comentario despreciativo. «¡Mire V., barájoles, mire V. esa porcuza enseñando todo lo que Dios la dio!... ¿Y todo eso qué es, Miguel?... ¡Nada!... ¡Porquería!... ¡Barájoles! ¿No es vergüenza que los hombres se pierdan por esas cochinadas?» Tales comentarios servían de contrapeso a las miradas; pero Miguel no se dejaba engañar. «¿No le parece a V., señor cura, que esta sirena se parece a Petra?
Palabra del Dia
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