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Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta, guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre como un fusil.

Y aquella pobre criatura, el ateo capaz de conmoverse viendo rezar a un niño, el que sin creer en la amistad se hubiera sacrificado por un amigo, el que al renegar de la pasión lo había sacrificado todo al respeto de la mujer amada, el que no esperando agradecimiento hubiera dado a hurtadillas la limosna, dejó caer sobre el pecho la cabeza, y lloró solo una lágrima, acre, amarga, como saturada de todos los infortunios de la tierra, y alzando luego el rostro, de cara al sol, inspirado por algo superior a mismo, dio vuelta a la mula, guiándola hacia la corte, para lanzarse en el torbellino de la vida moderna, sin más creencias que la pasión del bien ni más fe que la de un porvenir mejor.

Extraordinaria fue la sorpresa de Morsamor cuando vio en medio de esta tropa, que parecía fantástica legión de demonios, a su doncel sutil Tiburcio, que venía como guiándola y capitaneándola, más gallardo y gentil que nunca. Fugados o muertos los indios, Tiburcio llegó donde estaba Morsamor y le estrechó en sus brazos.

Yo, señor Sanjurjo, he hecho hasta ahora lo que creía de mi deber, aconsejándola, guiándola por el camino de la piedad y de la devoción... Pero desde el momento en que ella no quiere renovar los votos, yo creo que mancharía mi conciencia si contribuyese a que se la molestase poco ni mucho... Ya ve usted, sería responsable ante Dios de formar una mala religiosa.