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La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del fidalgo español. Es que no eres una mujer como otras... ¡Ya lo creo, caramba!... ¡Pues si me descuido, caramba! ¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba! exclamó haciendo burla la chula. En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima. Si te descuidas, ¡na! prosiguió Concha.

Entonces Romadonga, con la galantería propia de un fidalgo español, ofreció el brazo a la chula y se fueron escoltados por el guardia. La muchedumbre aplaudía riendo. Mario llegó a ser un escultor distinguido. Llovieron las demandas de obra en su estudio. Bustos, estatuas, jarrones, mausoleos, todo lo trabajó con gloria y provecho. Comenzó a ganar sumas considerables.

Después de paladear la fruta hermosa, pero un poco insípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de las chulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas y cultas, le parecían un bocado exquisito. Y hay que confesar que supo aprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas. Le llamaban riendo el fidalgo español.

El portugués no lo pudo sufrir, y tratóle algo mal de palabra, diciendo que él era un caballero «fidalgo de casa du Rey», y que yo era un «home muito fidalgo», y que era bellaquería tenerme atado.

Sangrienta hubiera sido aquella pendencia, y tal vez de éxito fatal para nuestros dos héroes, si de repente no hubieran recibido el socorro de un gallardo mozo, más joven en apariencia que Tiburcio, a caballo también, elegante y ricamente vestido, y con el escudo de las armas reales bordado en la sobreveste, manifestando así que era mozo fidalgo o menino de la cámara del Rey.