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Actualizado: 3 de junio de 2025
Algunos pacíficos ciudadanos, en mangas de camisa, subidos en mesas colocadas a lo largo de las aceras, se dedicaban a tapiar las ventanas de sus casas con grandes trozos de madera y con jergones; otros hacían rodar delante de las puertas cubas de agua. Aquel entusiasmo reanimó a Hullin.
Bandas de gitanos, titiriteros, músicos y cómicos recorrían el país, y eran generalmente bien recibidos por el placer que proporcionaban. Cantares y danzas embellecían las reuniones, y hasta los humildes menestrales, después de concluir sus faenas cuotidianas, dedicaban algunas horas al recreo.
Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos. Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y salón de costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de mecánica, se dedicaban a la limpieza de la casa.
Rafael contemplaba como un bobo la firma del viejo Verdi y la de Boito; venían después los jóvenes maestros de la nueva escuela italiana, ruidosa y triunfante, con el estrépito de la belleza puesta al alcance del vulgo; los franceses Massenet y Saint Saëns saludaban a la feliz intérprete del primero de los músicos; los grandes libretistas italianos dedicaban a la artista versos que deletreaba Rafael, percibiendo su suave perfume, a pesar de que apenas conocía el idioma; había un soneto de Illica que le hacía llorar; y luego venían los ininteligibles para él, unos cuantos renglones de Hans Keller, el gran director de orquesta, el discípulo y confidente de Wagner, su testamentario artístico, encargado de velar por la gloria del maestro, aquel Hans Keller de que hablaba Leonora a cada instante, con cariño de mujer y admiración de artista, sin perjuicio de añadir a continuación que era un bárbaro.
Palabra del Dia
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