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Tenía puesta una bata de un gris muy claro, guarnecida con encajes y lazos del color que toma el granate cuando la luz le hiere. Las medias, de finísima seda, eran del mismo color, y ceñían sus pies unas chinelas grises, que aun siendo muy pequeñas, eran grandes para ella.

Don Modesto tenía que mudarse de zapatos cada vez que entraba a verla. Si Rosita hubiera tenido noticia de las chinelas, que se ponen en Bruselas los curiosos que van a visitar el palacio del príncipe de Orange, no hay duda que habría adoptado el mismo medio para preservar las bastas esteras de esparto que cubrían los rajados ladrillos del pavimento de su sala.

Iba a retirarse, pero un sentimiento de coquetería la hizo volver desde la puerta y preguntar a Cecilia: ¿Dónde has colocado el calzador? He tenido que venir con chinelas por no hallarlo... Y al mismo tiempo mostró su lindo pie. Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.

Sigue entonces por la Avenida, gozando el aire puro y el lujo de la ciudad, sentado en un banco, o da la vuelta al Rocío, bajo los árboles, con la cara alta y dilatada de bienestar. A las seis se recoge, se quita el sobretodo, se calza sus chinelas de tafilete, se pone una agradable cazadora de algodón, y come, «repitiendo» siempre de la sopa.

Luego, habiéndola calzado las rojas chinelas perfumadas con ámbar, levantó delicadamente la camisa de noche y diola un beso en la carne. La niña la contuvo con ambas manos, exhalando melindrosa quejumbre. La misma doncella sacó después de un arcón otra camisa con puntas y vino a ofrecérsela sobre un azafate.