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Actualizado: 13 de mayo de 2025
¡Dios de Dios! exclamó el sargento mayor, atusándose el mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante, afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera; ¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles? ¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles? pensó Quevedo ; oigamos, y palabras al saco. Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría de pesar.
La naturaleza estaba dando los últimos toques a su figura, abultando la línea de su cadera, redondeando sus brazos, hinchando su seno virginal y perfilando la elipse de su rostro, sin acordarse para nada de otorgarle tres dedos más de estatura, que eran los que le hacían falta.
La carne que a él le tentaba era otra, la de ternera por ejemplo, y la de cerdo más, en buenas magras, chuletas riñonadas o solomillo bien puesto con guisantes. Más pronto se le iban los ojos detrás de un jamón que de una cadera, por suculenta que esta fuese, y la mejor falda para él era la que da nombre al guisado.
Avanzó airada hacia el majo, que se había sentado, y le dijo con voz alterada apoyándose en el mostrador con una mano y poniendo la otra en la cadera. Pero, hijo, ¿qué te has figurao? ¿Piensas que no hay más que decir «allá voy» para que te respondan «aquí estamos»? Me conoces hace años, me estás hablando casi todos los días, ¿y todavía no te has enterao de que no me gustas ni pizca?
Palabra del Dia
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