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Actualizado: 5 de junio de 2025
Después solía tomar una almohadilla con algo de costura, y a cada instante volvía la cabeza hacia la otra tienda para decir: «Rumalda, sube y tráeme el dedal...». Más tarde: «Rumalda, la seda negra que está en mi costurero...». En la buñolería, que a eso de las diez apagó sus fuegos, estaba la de los parches al frente de sus menguados despachillos de escarola, perejil y lechugas.
Al año de estar en la buñolería, la hija del amo, que era una chiquilla saladísima de catorce años, enfermó de viruelas y, cosa rara en la gente del pueblo, dotada en tales casos de tanto valor como ignorancia, los vecinos, conocidos y amigos dejaron a la enfermita y sus padres en completo abandono.
Se comprenderá por este último y no insignificante detalle que la hermosa carnicera había concluido el despacho de la mañana. Al fin podía gozar algún descanso después de aquella espantosa brega de cortar, pesar, cobrar y devolver, y en el rescoldo de la buñolería le aderezaba la de los parches un ligero almuerzo.
El fogón de la buñolería era un pebetero de la peor especie, que perfumaba de grasa toda la plazuela, irritando pegajosamente los olfatos y las gargantas.
A su lado estaba la mujer demacrada, pálida y huesuda que vimos en la buñolería algunos meses antes, y que había permanecido al lado de su ama, como uno de esos cortesanos de la desgracia que con menos mérito alardean de fidelidad en esferas más altas. A primera vista la mujer aquella parecía imagen de la Muerte esperando su presa.
Palabra del Dia
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