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Al poner el pie en el estribo, limitóse a decir el viajero en francés muy bien acentuado: Grand Hôtel... Boulevard des Capucins... El coche arrancó dando tumbos como cualquier simón de nuestra España, y el viajero no pareció experimentar esa sorpresa mezclada de admiración, curiosidad y entusiasmo que embarga a todo el que llega a París, una, dos, tres y hasta cuatro o cinco veces.

Mi conciencia reposaba como una paloma adormecida. Por lo visto, el esfuerzo supremo de voluntad que tuve que hacer para abandonar las dulzuras del boulevard y de Loreto, y surcar los mares hasta el Celeste Imperio, parecían a la Eterna Equidad una expiación suficiente y una peregrinación reparadora. Y Ti-Chin-Fú, ya calmado, regresaría con su papagayo a la sempiterna inmovilidad.

La acera de tres metros de anchura, una acera hiperbólica para Vetusta, estaba orlada por una fila de faroles en columna, de hierro pintado de verde, y por otra fila de árboles, prisioneros en estrecha caja de madera, verde también. Por esto se llamaba El boulevard, o lo que era en rigor, Calle del Triunfo de 1836.

En la calle del mismo nombre que sale al boulevard, hay dos empresas de ómnibus que de hora en hora mandan un carruaje: tambien hay via férrea. La abadía, severa, imponente y majestuosa, es uno de los mejores templos de Francia. Su arquitectura elegante es gótica, sin mezcla de escuelas, y cautiva y sorprende su belleza.